jueves, 8 de enero de 2009

...Vivir es aprender a ver en la oscuridad...

Desperté de mi mortalidad y, en mi plenitud, me vi recorriendo los bosques de Francia, las calles de París, el cementerio de Les Innocents, las pulsantes calles del Cairo con su hedor particularmente cargante y sus noches exóticas, la Italia del XIV, los pequeños pueblecitos casi deshabitados de Auvernia, Rhoda con su legendario coloso, la Alejandría del magnífico y el faro que la ilumina, los jardines inmensos de Babilonia, los mortuorios emplazamientos piramidales de antiguos faraones. Y en cada uno de esos lugares pude deleitarme con sus gentes, sus costumbres, sus ritos, sus danzas y sus extrañas formas de hacer que sus vidas tengan significado y supe nutrirme de ello. Pero cuando quise darme cuenta, habían pasado más de dos vidas mortales (unos doscientos años) y no había tenido noticias de alguien que siguiera mis pasos, tuviera mis inquietudes o compartiera mi visión del mundo y la existencia.

Aquella curiosa noche no pudo ser más favorable, ya que la luna asomaba como un gran espejo de plata en el horizonte, sobre el mar y su luz dibujaba una serpenteante senda argentada sobre el vaivén del mar que, por capricho del destino, me permitió ver con claridad lo que tanto tiempo atrás busqué con tanto ahínco.
Su nombre tenía origen en la fascinación que ha ejercido sobre la humanidad de todas las épocas el gran Alejandro Magno. Y ella no sería menos. Recuerdo que en uno de aquellos bulevares hablamos largo y tendido sobre el sentido de muchas incógnitas que atañen al hombre y su razón. Giré un momento la cabeza para ver si el teatro del mundo seguía su curso y, efectivamente, así era. Pero al volver mi mirada a ese Gabriel tan desdichado, quedé iluminado por la imagen que allí contemplé: Soportaba el peso del mundo sobre sus hombros, pero no mostraba un atisbo de inferioridad. Era la grandeza y la fortaleza tomando rostro y, en un descuido del mundo, miró al infinito y dejó caer las lágrimas más hermosas que alguien habría podido contemplar jamás antes de que la luz que esa imagen irradiaba pudiera arrebatarte el mismo calor de la sangre. Recuerdo que aquella imagen siguió repitiéndose como un eco. Asaltándome cuando me descuidaba como esa canción de la cuál nunca recuerdas su nombre y te viene de vez en cuando a la memoria. Los días que siguieron y tardaba unas cuatro horas en dormir cuando reposaba tendido en mi dormitorio y los días que le siguieron transcurrieron en la misma línea. Aún hoy sigo despierto varias horas antes de poder conciliar el sueño y caigo rendido ante el agotamiento.
Recordaba lo sucedido poco antes; había cruzado un océando sujetando con todas mis fuerzas la mano de aquella inquietante criatura y la despedida fue un tanto amarga.

Volví a despertar sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo transcurrió desde que me agoté hasta caer rendido, pero al despertar vi un extraño paraje de edificaciones en una metrópolis que me resultaba familiar. La primera noche, me vi vagando por sus calles junto a mi inolvidable acompañante y anduvimos saciando nuestra curiosidad sobre nuestras incógnitas y moviéndonos de un lugar a otro como quien escapa de las miradas ajenas. En uno de esos lugares, posiblemente el más trascendental en mucho tiempo, todo se fue ralentizando paulatinamente hasta que nos vimos compartiendo un momento de cambio para ambos. Nunca fue algo premeditado, simplemente pronunciamos a la vez el nombre de la canción que tiempo atrás nos venía rondando la mente. Y la cantamos. Y la seguimos cantando durante esa bendita noche sin importar el lugar, siempre y cuando fuéramos sólo los dos; Bajo la esfera de espejos, en unas escaleras, contra un firme muro al resguardo de la acechante brisa de la noche, el uno frente al otro. Mirándonos como escépticos encantados, cautivados por aquel momento, aquella situación. Sin importar si nos parábamos enfrentados durante dos segundos, dos horas o dos años. Al menos, yo no me habría parado jamás a perder el tiempo calculándolo. Durante esa noche que desee eterna, canté con todo mi corazón como nunca antes lo había hecho. Pues jamás me suscitaron unas notas de tamaña belleza, ni descubrí sinfonía tan particularmente hermosa en los años que vi me deambulando por unas calles repletas de desconocidos aburridos embriagados por su propia estupidez que desprendían el más abrumante hedor a mediocridad. Entre las inamovibles bocas de metro y las farolas de la ciudad, brillantes como cerillas recién encendidas en una habitación a oscuras, entrelazamos las manos con la misma fuerza que el propio pánico al armagedón impulsaría. Al transcurrir de las horas, le seguía la inminente amenaza de que esa velada tocaría su fin, pero a ninguno nos impidió continuar hasta el final del último viaje de la noche.
Llegamos al momento en que debíamos retirarnos a meditar sobre lo que esa noche aconteció, pero no sin antes darme cuenta de que el destino (si es que alguna vez existió y cada vez doy más cuenta de ello) jugaría una vez más a la ironía y a la burla. Pues en ese instante de despedida comenzaron a caer frágiles y livianas lágrimas del cielo, como si alguien estuviera esparciendo una pálida y envolvente ceniza sobre nuestras cabezas o como si de un comercial moderno se tratase. De la forma que fuera, no tuve más remedio que despedirme y retirarme a intentar conciliar el sueño tras todo aquello sin antes compartir con la durmiente ciudad unas risotadas de emoción como pocas veces he conocido.

La mañana, la cuál me pareció un breve prolongación de la noche anterior, meció mi lecho y me vi abriendo los ojos en una claridad extrañamente luminosa. Contemplé el nuevo rostro de esa aún reposante metrópolis y mi sorpresa se hizo patente. Sus picos estaban cubiertos de un polvo blanquecino, suave como el terciopelo de las capas rojas italianas que se vestían en las antiguas cortes del XIV y frío como debe estar el mismísimo trono de Prometeo. Pero nada de eso impidió que mi curiosidad por el nuevo mundo me llevara a hundir mis desprotegidas manos en aquel suave manto de coco que me envolvía.
El día transcurrió sereno y perezoso, pero pronto me vi de nuevo caminado entre la multitud inquieta de la urbe mientras los copos nos acariciaban el rostro a todos por igual. Aunque a esas horas ya nada parecía tan distinto, puesto que la nieve había sido repartido uniformemente por todo rincón habido y por haber. Nuevamente y al ir cayendo la noche, la magia del lugar empezó a rodearme con sus brazos. Sentí la imperiosa necesidad de compartir aquello con alguien, pero no tuve que esperar a esclarecer un nombre. Lo tenía claro.

Al cabo de un interminable par de horas la volví a ver y, lejos de las tediosas masas, nos guarecimos en un acogedor café aparentemente anónimo de las miradas curiosas. La atmósfera no podía ser mejor; Pudimos volver a entrelazar las manos, a entonar la misma canción que la noche anterior, con la misma incertidumbre y las mismas dudas, con la misma sinceridad, la misma paz que siempre me transmitió. Pero ahora, estaba serena. Podía verla hecha un mar de dudas e incertidumbre, mas conmigo estaba segura. No hizo falta que me lo hiciera saber. Sus ojos, antes grises como la bruma, ahora respiraban cristalinos como el agua y tras ellos no había señal alguna de pesar o arrepentimiento. Volvía a ser fuerte. Volvía a ser la que llevaba el nombre del gran conquistador, el cuál, lloró al contemplar que su imperio no podía seguir extendiéndose al no quedar nada por conquistar. Volvía a ser mi gladiadora.
Continuamos conversando y la tenue luz de las velas y el rumor de la gente hizo de la atmósfera un lugar acogedor como pocos. Allí compartimos temas triviales y otros de mayor importancia, pero siempre eramos uno apoyando al otro. Siempre los dos. Pude contemplar todo el esplendor suspendido en una vela, calculado en un profundo beso y capturado en una foto, donde habré quedado inmortalizado para siempre hasta que, para mi desdicha, no haya sido más que el recuerdo pasajero que alguien terminará borrando irremediablemente. Y podría haber seguido allí, con el mismo café, en ese mismo lugar, en esa misma hora y en esa misma ciudad por mucho, mucho tiempo. Pero el tiempo nunca ha sido un factor que jugase a mi favor y esa noche no iba a ser menos. Nos dispusimos a dejar de nuevo aquel halo que nos envolvía desde la noche anterior e intenté caminar lo más despacio posible y así poder dilatar aquel pequeño trayecto, pero ya la noche estaba llegando a su fin y la velada terminó con propósito de reencuentro a pocas horas de aquel entonces. Solo que esta vez, sería la última vez para los dos.
Así pues, tomé el camino de las calles aún húmedas y me paré a contemplar el caleidoscopio que me ofrecía esta nueva época que aún me es desconocida, pero reía como la noche anterior. La congoja se asió a mi garganta como si de un nudo marinero se tratase,pues estaba siendo consciente del inminente final que se avecinaba. Como cuando hueles que está a punto de llover, pero no sabes a ciencia cierta si te asaltará desprevenido. Seguía caminando, pero no sabría decir a ciencia cierta cuánto tiempo transcurrió desde que la luz de las farolas de la gran ciudad me marcaron el camino a través de las frías calles hasta que me hallé sentado en un pequeño y deteriorado banco de madera que ya hacía mascullaba y se quejaba cuando ibas haciendo el ademán de sentarte.
Pero la noche fue tornándose un poco más amarga que la anterior, pues no entendía qué propósito tenía lo que allí estaba sucediendo. Intentaba comprender por qué tanto tiempo atrás no habría escuchado a alguien así, tan distinta de lo que creía normal y por qué no se había presentado con más claridad y antelación ante mi. Paradójicamente, yo, que creí conocer mi tiempo y creía conocerme a mi, me veía planteándome mucho de lo que había creído hasta ahora.
Hasta que, finalmente, volví a caer rendido ante el agotamiento y el quebrar de cristales que ya creí olvidados.

Muy de mañana, hice mis ritos diurnos y me dispuse a dar un paseo por el nevado paraje que mis pies iban encontrando sin importar hacia dónde me dirigía, pues tuve tiempo para reflexionar sobre viejas anécdotas que ya tenía por obsoletas; historias de la vieja Auvernia que había leído en escritos de tiempos de Marco Aurelio y en nuevos asuntos que turbaban lo que antes era clarividencia. Por suerte, la mañana transcurrió presta y muy de seguido me vi de nuevo rodeado de la muchedumbre habitual de una gran ciudad, donde cada uno caminaba hablando de nuevas historias y esa historia distinta a la que le seguía en otra persona diferente. Pero no tardó mucho en romperse la monotonía del ir y venir de las gentes.
Como quien acaba de llegar a una nueva era, mi conquistadora helena emergió del subsuelo como lo harían las ninfas de Orféo guiadas por su melodía. La contemplé sonriente mientras la veía husmeando con rostro curioso a su alrededor, escudriñando los rincones para asegurarse de encontrarme. Envuelta en un abrigo negro, como las parisinas de hace unas décadas, terminó de encontrarme y nos encaminamos calle abajo esquivando a los ajetreados transeúntes que no hacían miramientos en quién iban arroyando.
Ya hacía algún tiempo que paró de nevar y el gran astro se había colocado en su lugar habitual para así poder tendernos una mano ante aquel gélido viento invernal que cortaba la piel. Hablando mientras caminábamos y nos asíamos por la cintura, llegamos a algunos parques, atravesamos muchas calles y volvimos, poco a poco, a meternos en esa deseada atmósfera donde todo lo que ella tuviera que contarme ocupaba toda mi atención y cobraba una insospechada relevancia para mi.
Caminamos y caminamos y yo habría seguido así de no habernos encontrado un pequeño habitáculo donde antaño dormitaron antiguos reyes, ahora expuesto a la opinión de cualquiera que se quisiera parar a verlo. Y allí encontramos el momento adecuado para poder inmortalizarnos nuevamente; unas veces separados y otras benditas ocasiones juntos. Fuimos testigos del momento en que el gran astro, que eónes atrás Apolo habría manejado, se retiraba a a la par que Selena, la antigua Luna que tantas épocas vió nacer y perecer, se alzaba. Y jústamente, en ese momento, volvimos a cantar la canción de las noches anteriores; volvimos a ignorar el gélido viento que nos rodeaba, las extremidades casi entumidas debido al frío. Volvíamos a ser fuertes, a ser bellos, a compartir la carga que cada uno tenía sobre sus hombros. Y todo ello vendido por un penique. Un penique por todo lo que ella estaría pensando, un penique por lo que siempre pensaré yo. Pero no sería yo el que rompiera con esa hermosa tarde de invierno por nimiedades mientras tuviéramos toda la ciudad para nostros y tan sólo unas horas para dejarnos llevar. Y mucho menos si eso no iba a ayudarla en nada.
Finalmente, nuestros pasos nos llevaron a un gran salón de Cine, donde pasamos más tiempo del que yo hubiera deseado, pues hubiera preferido estar en algún recóndito lugar jugueteando con nuestros dedos, como lo hice la tarde anterior. Pero fue igualmente grato estar compartiendo un lugar cerrado al desagradable rugido del estómago de la gran ciudad.
No recuerdo con claridad lo que pasó frente a nuestros ojos, pues yo estaba inmerso en otras lagunas algo más turbias, pero intentaba volver al presente en la medida de lo posible y dejarme llevar. Tras un largo pero agradable rato, fuimos devueltos a los enormes nervios que construían el plano de esa brillante ciudad y nos guarecimos lo antes posible en el último sitio donde ambos recordaríamos haber estado sentado juntos.
El lugar podría haber sido como cualquier otro, puesto que no tenía nada ni a nadie en particular. Bueno, a casi nadie. Pero fue el último lugar en el que me pude ver sentado frente a ella. Donde intentaba no pensar en el tedioso y pesado sonido de las agujas de un reloj que hacía lo posible por abrasarme por dentro. Un reloj que nunca se ha apiadado de nadie y que hacía lo posible por recordarnos lo inevitable.

Llegado el momento, descendimos al subsuelo. Paradójicamente, donde todo había comenzado horas antes. Y ahí fue donde entonamos nuestra canción por última vez. Una canción que nuestros labios conocían perfectamente. Prometo que hice uso de toda mi voluntad para erguirme como un coloso, pero cuando contemplé aquella desgarradora visión, aquella imagen que arrastraba los días que le antecedieron con ella a un oscuro túnel, no pude encomendarme a nadie y deambulé desamparado hasta que, a cabezazos, pude ver el camino de vuelta hacia donde nunca debí despertar.
Horas después me vi corriendo entre los campos y las aldeas como alma que lleva el diablo, como ya hice siglos atrás en mi Francia natal cuando desperté por primera vez. La noche acampó sobre mi. Las farolas, antes claras como obeliscos, ahora pasaban borrosas a mi vera y la canción que antes habíamos cantado juntos, ahora perdía toda su fuerza y las notas se me iban escapando de las manos. Así hasta que se convirtió en un eco.

Y ahora, que tendré todo el desafortunado tiempo de las eras, podré esperar a una nueva nevada que traiga consigo los copos que una vez me vieron cantar tan ancho y tan amplio. Mas descanso tranquilo, porque estaré atento por si alguna vez la vuelvo a oir pronunciar mi nombre y puedo acudir en su auxilio.



Y, de la misma forma que Alejandro, lloraré porque no podré conquistar más allá de las murallas de mi imperio.

20 comentarios:

  1. he venido de su francia natal para expresarle lo anonadada que me ha dejado. quiero que sepa que ni el copo más blanco de la faz de la tierra superaría lo blanca que soy. no aguarde hasta la próxima nevada: esos copos se hallan más próximos de lo que cree. quiero entonar una canción mientras los relojes de la vida marcan nuestra experiencia.
    por siempre suya,
    mademoiselle neige blanche

    ResponderEliminar
  2. ¿Pero quién eres? Al menos identifícate, no? ..xD

    En fin..gracias igualmente por leerme y comentar.

    ;)

    ResponderEliminar
  3. ¿es que no es capaz de reconocerme? piense bien y sabrá que hace tiempo que soy suya. ¿acaso no le resulta más excitante este impulso irrefrenable que tengo al leerle, este sentimiento de ansia cada vez que deseo escribirle, este velo que me cubre e impide que me vea desnuda, pero sienta mi desnudez? de solo imaginármelo, me recorre el cuerpo la tensión que, incluso por ordenador, soy capaz de palpar.
    siempre suya,
    mademoiselle neige blanche

    ResponderEliminar
  4. Creo que tengo una ligera idea. Porque descartando la primera opción, me quedan pocas mujeres con cultura en mi vida y que sepan de la existencia de mi blog.

    Por cierto! a ver si damos señales de vida en el msn, no?..xD

    ResponderEliminar
  5. da por hecho que soy una mujer culta. por usted, cultivaría mi mente toda una vida con tal de que me dedicara un par de segundos. no descarte a nadie, pues puede estar rechazándome a mí. sé de la existencia de su blog y, si de mí dependiera, tendría conocimiento de su vida al minuto. pero la vida es amarga, como el café, que deja en los labios un gusto cálido a la vez que de dependencia.
    siempre suya,
    mademoiselle neige blanche

    ResponderEliminar
  6. Me tiene usted intrigadísimo, mademoiselle neige blanche. Si por cuenta del destino diera palos de ciego, apiádese de este trovador errante que vaga sin rumbo de aquí para allá. Puede que, por una vez, alguien me de las indicaciones adecuadas.
    Prefiero preguntar a tener que usar un mapa. Más que nada, porque hace mucho que no uso.

    ResponderEliminar
  7. Usted es un trovador errante, pero los trovadores, al igual que los juglares, no se quedan intrigados: dejan intrigados a los demás. Recuerde a Homero, cuyas obras de la Odisea e Ilíada continúan cautivando a quien se atreve a nadar por sus páginas. Usted no necesita mapas, puede orientarse, encontrar su rumbo más fácilmente de lo que cree. Y, por supuesto, me puede hallar con tan solo chascar sus dedos; y puede pronunciar mi nombre si se zambulle un poco más en su mente privilegiada.
    siempre suya,
    mademoiselle neige blanche

    ResponderEliminar
  8. yo te tuteo...que nos conocemos jeje. las nevadas son mágicas e infrecuentes, y pasa como algunos hechos que además de infrecuentes se quedan marcados. hace poco tiempo leí a octavio paz, que decía, que los hechos la historia eran como los periódicos: al día siguiente no se perpetúan salvo para algunos pocos, es más al día siguiente está ya relevado por otro y así sucesivamente. pero hay cosas que se perpetúan para siempre que se hacen inmemoriales para el hombre, como la poesía... la leas cuando la leas está presente como el primer día... y con eso hay que quedarse de las nevadas y los hechos, con la poesía con la que han sido impregnados. lo que pasa, que al fin y al cabo... uno se casa de cosechar poesías no? :( en fin, espero que haya una nevada como esta próxima para tí, tienen que haberlas...

    un saludo de alguien que no es dueño de su vida ni unos putos 5 minutos!! jeje. ciaoo!

    ResponderEliminar
  9. Llevo días aguardando que me conteste. No logro apartar mi mirada de la pantalla. Se me secan los ojos por la espera. No tengo ánimos ni ansia de hacer nada más. ¿Dónde estás? Te busco y no te encuentro. Mi corazón está solitario, como el copo de nieve que cae y no cuaja. Así me siento yo, sin tu respuesta, sin ti, es decir, sin nada. Oh, trovador, tróvame.
    Siempre suya,
    Mademoiselle Neige Blanche

    ResponderEliminar
  10. ¿Dónde han quedado el respeto, la decencia y el buen gusto? Yo me he sentido muy identificado, como francés que soy. A ver si damos la cara y dices el nombre.
    Sigue escribiendo así,
    Gerard Dépardieu

    ResponderEliminar
  11. Yo también me he sentido identificado, como trovador que soy.

    ResponderEliminar
  12. Puedo decir que esto es, probablemente, lo más bonito que he leído salido de tus manos y de tu corazón. Realmente debiste disfrutar esos preciosos días en tan agradable compañía.

    Tengo ganas de charlar contigo, de que demos uno de nuestros interminables paseos. Yo nunca seré una gladiadora, una diosa helena, pero supongo que todavía te quedará un huequecito para una buena amiga, no? =P

    Sigue escribiendo como sólo tú sabes ;)

    Por cierto, la que te ha montado aquí Mademoiselle Neige Blanche...me ha dejado intrigada! xD

    Un besazo =)

    ResponderEliminar
  13. Sospecho que la intriga se cierne únicamente sobre la mente de Lunnaris. Es una pena que no sea a ti.

    Mademoiselle Neige Blanche

    ResponderEliminar
  14. Y sigo intrigado. Pero pensé que había despejado el enigma. Veo que no. Cuando puedas, hazme saber tu paradero y puede, repito, puede que podamos hablar más tranquilamente. Mi imaginación, últimamente, anda muy escasa...

    ResponderEliminar
  15. ¿Está intrigado y hace semanas que no da señales de vida? No eche mano de su imaginación si ahora no le es propicia. Si ansía desvelarme, vaya destapándome poco a poco. Conózcame y sabrá mi identidad.

    Mademoiselle Neige Blanche

    ResponderEliminar
  16. Nunca he sido amante de ver crecer la hierva. Quise ponerle rostro, quise creer que era quien a mi me interesaba que fuera, pero no ha resultado así y ahora pienso en un único veredicto. Como persona de mente curiosa e inquieta, me inclino a pensar que está pendiente de llamar mi atención pero la espera es mala consejera y ahora yo pondré las condiciones:

    *El anonimato es el castigo sentenciado.

    Porque solo así podrás seguir siendo libre para decirme lo que crees ver entre las líneas de mis elucubraciones. Y cuídense los osados de intentar hacerme ver lo que quiero ver, pues mi soberbia no conoce límites y he tardado en recuperar lo que hace poco era sólido como dura roca.

    No es una declaración de intenciones. Es una advertencia. Los prestidigitadores no son bienvenidos.

    ResponderEliminar
  17. Ya veo que he errado y que no le ha agradado nada mi decisión de mantenerme en el anonimato. Si lo he hecho ha sido para comprobar su curiosidad y debido a mi cobardía. Sí: cobardía por no mostrarme tal y como soy; cobardía por seguir siendo incapaz de desvelarme. Me he creído a su altura por intentar entrar en este juego, porque estaba segura de que si se adentraba en sus pensamientos, sabría quién soy. Porque he creído que soy importante para usted cuando, ya veo, no es así. Le pido perdón, no se vovlerá a repetir.

    Mademoiselle Neige Blanche.

    ResponderEliminar
  18. No tengo más que decir. Escriba cuanto quiera y disfrute del texto, de la música y de mi. Que para eso es este pequeño rincón que gusto tener. Pero no caiga en el error de pensar que tiene el derecho de juzgar mis actos por haber perdido interés en un juego del que no soy gustoso.

    No me gusta repetirme, pero en este caso haré una excepción. Escriba, escriba y no pare de escribir y leerme. Pero que quede constancia de que ahora soy yo el que no quiere saber su nombre. Un nombre no representa a alguien más que sus músculos o sus huesos y ahora me parece que carece de todo tipo de interés dadas las circunstancias.

    La espero en mi próxima actualización...

    ResponderEliminar
  19. Qué habrá sido de blancanieves...

    ResponderEliminar